En el dichoso contexto del bautismo de nuestra editorial —la impresión de la novela La Hora del Chef— estuvimos de acuerdo (Federico y yo) en que el primer fósforo a encenderse en el blog tendría que ver con la comida (¿cuándo no?). Tras este fogonazo primigenio, una frase magna se nos vino a la cabeza… Aquella que hemos recitado u oído más de una vez: somos lo que comemos.

En cuatro palabras se resume un ensayo. O sea, expresar el refrán en voz alta pareciera invocar un conjuro. Lo que nos llevamos al paladar nos constituye (¿como personas?). Pero empecemos por el principio: ¿quién pronunció semejante lema antes que nadie? ¿Qué implica “somos lo que comemos”?, sentencia que involucra algo tan íntimo como el cuerpo, pero también la identidad. Claro, porque la cita no se limita a señalar que nuestro cuerpo se crea/recrea con el alimento ingerido, sino que emplea el verbo somos [eso que comemos].

Acortando el suspenso: fue Ludwig Feuerbach, un filósofo y antropólogo alemán del siglo XIX, quien la pronunció por primera vez. En su escrito Enseñanza de la alimentación afirmó que, “si se quiere mejorar al pueblo, en vez de discursos contra los pecados, denle mejores alimentos. El hombre es lo que come”. En otras palabras, Feuerbach proclama que nuestras elecciones alimentarias no solo afectan nuestro cuerpo físico, sino también nuestro espíritu. La dieta incide sobre nuestra energía, intelecto, salud, calidad de vida y emociones.

Pero del otro lado de la moneda —de chocolate— tenemos la preparación del alimento y los ingredientes que intervienen. Esto es, la alquimia entre las materias primas, pero también las manos entrando en juego, cortando, desechando, mezclando, desmenuzando, amasando, uniendo, prensando, articulando… El encuentro de maravillas de la naturaleza como el jengibre y el cilantro, la pasta con el tomate, el pan con el jamón, la carne roja con el vino tinto, el dátil con el roquefort, la palta con el limón, el azafrán con el arroz, el ajo con las gambas y el pimentón, la papa y la oliva con… bueno, prácticamente todo. No estamos incorporando meras moléculas: nos llevamos a la boca la vida/historia de cada componente —cultivo, alimentación, recolecta— sumado a su preparación, al matrimonio polígamo de todos los ingredientes, a las cosas que pasaron con las manos, con el fuego, con el hervor, con el frío y con la maceración.

Un ejemplo claro: tomarse un vino es la biografía de su cepa, las lluvias que recibió la vid previas a la cosecha, los cambios de temperatura a lo largo de la gesta, los nutrientes de su tierra, las técnicas específicas del productor, el tiempo que estuvo en una barrica y, por si fuera poco, la especie de árbol y edad de la madera de dicha barrica. Uno no se bebe una copa de vino: se mete en el cuerpo una biografía.

En la novela La hora del Chef, una de sus vertientes desprende que la comida altera el humor de los comensales. Es sabido que grandes negocios se cierran durante una comilona, florecen amoríos o explotan discusiones cercanas a la batalla de Waterloo. Esta realidad no es meramente una efeméride en la trama, sino un guiño que eleva la comida a un plano superador de lo gourmet. Andrés, nuestro protagonista, es experto en la cocina molecular. Sí, moléculas. Y, de golpe, todos están interesados en él. Para adentrarse más, habrá que leer el libro. Por qué no, acompañados de un buen reblochon, uvas y una copa de Sauvignon. Salud.

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Diego Reig

4 respuestas

  1. Maravilloso! Es increíble la sensibilidad. Me hizo pensar en la peli La fiesta de Babet ( No recuerdo si se escribe así). Pero fue la primera vez que recuerde que percibí la poesía en la comida, desde el minuto uno que empecé a leer ésto, o el libro maravilloso. Me vino el recuerdo de ésa película que me encantaría volver a degustar

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